Una visita de rutina al supermercado chino, para reponer un paquete de azúcar, se convirtió en un paseo repleto de conversaciones inesperadas y reflexiones agudas sobre la disposición de los vinos.
Por David Nudelman
–Nos quedamos sin azúcar, ¿podés ir a comprar?
Por supuesto que sí: ir al super cada tres o cuatro días es como salir a respirar, pero para la cabeza. Para adentro de la cabeza. Es esa bocanada de aire después de ganar a quién aguanta más abajo del agua.
En la entrada del super esquivo una mesa para niños con una caja registradora y una bicicleta con rueditas. Son de la hija de Virginia y Fabián, los dueños del supermercado.
El arco de madera que oficia de frontera entre las góndolas y la línea de cajas dice “Bienvenidos”. Le cuelgan cinco cámaras de seguridad: una apunta a la entrada, otra hacia la góndola de vinos caros, una tercera protege la caja y otras dos languidecen sin dar señales de vida.

El supermercado está tan vacío que no sería extraño que pase rodando una bola de paja de esas de las películas de vaqueros. Los pisos y techos acusan el paso de los años y la falta de mantenimiento: cemento alisado donde había cerámicos y agujeros en los paneles de telgopor del cielo raso.
Una fila de lavandinas, a los pies de la góndola de los productos de limpieza, traza una línea de fuga hacia el sector de fiambrería. Desde allí, Virginia le pregunta “¿qué necesita?” a todo aquel que pasa. Me da vergüenza que me lo pregunte a mí y responderle en un español chinesco por culpa de mi tendencia a la identificación con el otro, esa que me hace hablar con tonada cordobesa a la hora y media de llegar a la provincia mediterránea.
Me desvió por el pasillo de la izquierda: el de los vinos. Inspecciono. Noto que acomodan primero los más caros y el resto en orden decreciente de precio hasta llegar al final, en la frontera difusa donde los vinos de cajita se confunden con los jugos Cepita. Elijo uno de los del medio. Pienso que siempre es mejor estar abastecido de vino, aunque también recuerdo el mito urbano de los vinos picados de los supermercados chinos. Un cartel me advierte: “Los vinos no tienen cambio, señor/a”. Lo agarro igual, porque en la vida hay que tomar riesgos, y vino.
El supermercado está lleno de carteles: “Por su seguridad lo estamos filmando” es el que más se repite, al igual que las cámaras que están por todas partes. Ponen paranoico a cualquiera, incluso a los que no planeamos robar nada. Otro dice: “Azúcar límite un paquete persona, gracias”. No, gracias a vos: eso venía a comprar. Misión cumplida.
Estiro un rato mi paseo y en una zona de góndolas vacías, detrás de unas cajas, me encuentro con Juan, el repositor, que rocía la mercadería con alcohol y la repasa con una franela. Es cubano. “De Santiago, el oriente de Cuba”, aclara con una cadencia con la que amasa las consonantes hasta dejarlas suaves y sin grumos. Cuenta que trabaja desde hace tres años en este supermercado y que, cada vez que puede, manda dinero a su familia que vive en la isla.
–Ahora se complicó. Donald Trump prohibió el envío de dinero por Western Union –se refiere a las sanciones contra Fincimex, una empresa subsidiaria de Western Union y principal vía de giro de remesas a Cuba. Está preocupado porque este mes bajaron bastante las ventas en el supermercado. Teme que por ese motivo lo despidan o le recorten el sueldo. Dice que al principio de la pandemia la gente se abastecía con desesperación y que ahora se vende poco, porque la gente está cobrando menos. “Algunos el 50%, otros un plan social del gobierno: viven cómo pueden”, dice Juan con ese tono caribeño que endulza cualquier desgracia.
Fabián, el dueño del supermercado chino, interrumpe la exposición de Juan y le imparte órdenes a los gritos. Lanza con fuerza las palabras que conoce y las pronuncia mal. Juan baja la cabeza y aprieta la franela. Cierra el puño con fuerza. Resiste.
Ese rigor es extensivo para él y su pareja Virginia. Se autoexplotan mucho. Pareciera ser la única forma de elevar su tasa de ganancia. El supermercado atiende todos los días. Todos.
Un primero de enero al mediodía fui y estaba abierto. Le pregunté a Fabián a qué hora cerraba.
–Aladó.
–¡Cómo laburás vos!
–Toro lo ría un poquito –me dijo Fabián enarbolando uno de los principios básicos de su taoísmo comercial: la abnegación.
Después de recorrer todos los pasillos, encaro para pagar. Aguardo mi turno y aprovecho a preguntarme si Marx estudió el plusvalor dela empresa familiar o si Lao Tse redactó algún precepto sobre administración de empresas.
Mientras pago, le consulto a Fabián cómo marcha el negocio.
–Mal, amigo –Fabián usa con naturalidad el vocativo de los pibes del barrio.
–¿Por qué? Yo pensé que con esto de estar en casa, la gente vendría más al supermercado.
–No. Gente trabaja menos: menos prata, compra menos.
Su síntesis me deja fuera de juego y no sé cómo continuar. Él tampoco tiene intenciones de seguirla. Lo saludo, pero no responde, ya atiende con desgano a otro cliente.
Desde arriba de la caja, cuatro gatos de la suerte me despiden agitando su brazo sin parar. Fueron dorados, pero ahora se ven sucios, como una moneda de 50 centavos a la que ya nadie quiere levantar del suelo.
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