El coronavirus y la controversia sobre la posibilidad de que las personas que están en contexto de encierro cumplan la condena en sus casas, destapó la situación grave de abandono de las cárceles. Entre las más críticas está el penal de Florencio Varela. Desde allí cuentan en qué condiciones viven.
Por Franca Boccazzi
De los 63 mil presos que constituyen la población carcelaria en el país, son mil setecientos a los que el Poder Judicial concedió la prisión domiciliaria, siguiendo las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, proceso que se aceleró después de las huelgas realizadas en los penales de Devoto y Florencio Varela. El coronavirus obligó a los gobiernos de todo el mundo a tomar decisiones similares. Sólo por dar tres ejemplos, en Francia el otorgamiento fue para 8 mil personas, en Brasil a 30 mil y en Afganistán para 10 mil. Además, en el caso de Argentina se visibilizó un problema que existe hace años: el hacinamiento.
Si bien se espera que en los próximos días haya más morigeraciones, a muchas personas privadas de su libertad que no cumplen los requisitos para seguir la condena en sus casas, les toca quedarse en establecimientos penitenciarios a los que no llegan elementos de higiene, no hay suficientes camas para dormir y, al suspenderse las visitas familiares, dependen de la comida escasa y en mal estado de la unidad. “Es mejor tenernos muertos pero sobrios, que vivos y correr el riesgo de que nos embriaguemos”, dice Leandro Portillo desde la unidad número 24 del complejo Florencio Varela donde ya se confirmó el primer caso de coronavirus. Es la conclusión a la que llegan muchos detenidos cuando escuchan el argumento del servicio penitenciario sobre por qué no les proporcionan alcohol en gel. Las estadísticas respaldan los dichos de Leandro: según la Comisión provincial por la memoria, entre 2008 y 2018 sólo en la provincia de Buenos Aires murieron un promedio de once presos por mes. Y no hubo una pandemia mundial para excusar esta cifra.
Leandro endurece el tono de su voz a la hora de describir su celda. Dice que en el pabellón que le tocó hay hacinamiento, pero en otros es aún peor: “Si acá somos tres en un lugar para dos, desconozco cómo hacen en otros sectores donde hay cinco personas”. El servicio penitenciario considera que la celda es para dos personas porque tiene dos camas, lo que no significa que sea suficiente. “A mi entender es un espacio para uno”, enfatiza el preso. Porque en el perímetro que a grandes razgos es de dos por tres metros, también incluye el baño que no está separado por ningún tipo de material. Leandro asegura: “Hacemos nuestras necesidades escatológicas delante del otro, lo que atenta contra la dignidad humana en cualquier contexto”. A eso hay que sumarle las pertenencias que tenga cada uno: dos o tres bolsos de ropa, una mochila, zapatillas, y en el mejor de los casos, una tele. El distanciamiento social se convierte en una utopía cuando cinco personas comparten desde las cuatro de la tarde hasta las ocho de la mañana del día siguiente el mismo rectángulo en el que duermen y van al baño.
Claudia Cesaroni, abogada e integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC), propone hacer el ejercicio de visualizar pequeñas situaciones cotidianas de la gente libre y trasladarlas a las instituciones de encierro: “¿Qué hacemos si tenemos que lavar ropa? Los que tenemos más suerte contamos con lavarropas, y los que no, probablemente tengan una bañera, agua caliente, un jabón y suavizante. Los presos no tienen nada de eso, a lo sumo un poco de agua fría”. Apaciguar la sensación de temor, angustia e incertidumbre con una serie, a través de videollamadas con nuestros seres queridos, leyendo, probando una nueva receta o escuchando música también forma parte de esta nueva vida diaria e incluso, muchas veces no alcanza. Aún así son muchas las herramientas que tenemos para canalizar los altibajos emocionales, a diferencia de los presos.
El rol crucial que juegan las familias de los detenidos también se hace más evidente en esta situación. Porque se encargan de llevarse la ropa sucia y traerla limpia, de llevar elementos de higiene y comida, y por sobre todo, son una inyección de vitalidad y esperanza para los que pasan sus días tras las rejas. A pesar de esto, los presos estuvieron de acuerdo con la medida de suspensión de las visitas porque entienden que esto puede poner en riesgo sus vidas. “Somos sesenta viviendo en un pasillo y sabemos que estamos abandonados. A la primera de cambio que llegue el virus acá, es cuestión de horas para que todos nos contagiemos”, cuenta Martín, que está cumpliendo la condena en el pabellón cuatro, también en Florencio Varela. ¿Y una vez contagiados? Nino, el compañero de celda de Martín, explica que la ausencia de sanidad en la prisión es notable. Él hace ocho años que está en el penal y fue testigo de un tiempo muy lejano en el que, por lo menos, llegaban las vacunas antigripales. “Ahora la pastilla milagrosa para todo es el ibuprofeno”, ironiza. La salud no llega a la cárcel y los números hablan por sí solos. En el mismo informe de la CPM se explica que de las once muertes por mes, siete son por problemas de salud.
“Está todo preparado para que los presos mueran como moscas, y yo, Alberto Sarlo, quiero dejar constancia de eso, ¿está claro?”, declara con énfasis el abogado que desde hace diez años se sumerge en las profundidades de la cárcel de Florencio Varela para enseñar filosofía y literatura, e incentivar a que 57 privados de libertad vuelquen sus pensamientos y emociones que luego publica en el Facebook Editorial cuenteros verseros y poetas. Lleva cantidad suficiente de tiempo para dar su opinión absolutamente tajante respecto de la alimentación de los reclusos: “La comida del servicio es basura, por eso la cárcel se alimenta de manera privada, es decir, de la comida que traen las visitas y que reparten solidariamente entre ellos, y esto la gente no lo sabe”. Asegura que nadie se lo contó, que no es un mito urbano, él mismo ve que en el mejor de los casos, el menú consiste en un pedazo de grasa al cual le echan un poco de harina para hacer “una especie de marinera o una milanesa mentirosa”. También suele haber sopa de dos o tres calditos. Y cuando puede llegar a haber un poco de carne entre la grasa, está podrida. “La hierven y la reparten con arroz, carne podrida con arroz”, grafica el docente.
Tal es el estado crítico con respecto a la comida que sirven y a los elementos de higiene y limpieza, que el director del servicio penitenciario de Florencio Varela, Xavier Areses, redactó y firmó un permiso para que los familiares y allegados de los presos puedan circular con el objetivo de hacerles llegar la mercadería. Leandro, que es coordinador interno de la agrupación Educación por un mundo sin rejas e integrante de la asesoría jurídica de la cooperativa laboral Esquina de libertad – presente el resto de las cárceles de la provincia y en el penal de Devoto-, cuenta que rápidamente elevó una carta al Ministerio de Justicia exigiendo la renuncia del funcionario, con el aval de la mayoría de la población del penal que al igual que él, se opuso fervientemente a esta medida. La denuncia es muy clara: “Se pone en riesgo la integridad de la salud de nuestros familiares bajo un solo justificativo; suplir la ausencia estatal ante las necesidades básicas existentes y omitir su responsabilidad bajo el riesgo de contagio durante el viaje de nuestras familias”.
Florencio Varela hay tres unidades penitenciarias. Cada predio cuenta al menos con doce pabellones, y si bien cada uno tiene una dinámica distinta, en todos coinciden con que se vive un clima de pánico y preocupación pero tratan de que eso no los paralice. En el caso de Leandro, realizó el curso de capacitación virtual de la Organización Mundial de la Salud que le sirvió para dar charlas en distintos pabellones y difundir al resto de los presos los cuidados correspondientes para prevenir el Covid-19. En el pabellón cuatro, Nino y Martín cuentan que viven en comunidad y en ese marco se reforzó la solidaridad y responsabilidad de cada uno con el resto: dividen entre todos la mercadería con productos de higiene y alimentos que llegan a enviar algunas familias y se preocupan de pedirles que compren la medicina que necesite el que se siente mal, baldean el piso tres veces por día e intentan quedarse en sus celdas leyendo o haciendo actividades que no impliquen más contacto del que ya tienen.
Mientras que en la vida de la libertad se organizan cacerolazos en contra de la mal llamada “liberación” de los presos, Alberto Sarlo publica las crónicas que escriben bajo la consigna de confeccionar un diario de cuarentena. “El día a día se hace más pesado porque el pensamiento es más fuerte que la existencia”, expresa el escrito de Franco González. Una frase que posiblemente nos identifica a todos sin excepción por el estado de alienación que produce la pandemia, y que podría haber sido escrita por cualquier persona en cuarentena desde la comodidad de su casa, pero que salió de alguien que apenas tiene para comer y un lugar para dormir.
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