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Bodegones y algo más


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Las cantinas porteñas generan situaciones que pueden ser imperceptibles a simple vista. El corazón de los bodegones está compuesto de una gastronomía clásica y sin pretensiones.


Diez de la mañana de un jueves. En un par de horas las más de 7000 cantinas habilitadas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires levantan sus persianas para empezar la jornada. Los proveedores llegan, los precios suben, la calidad baja pero el gas siempre empieza a recorrer los caños de las cocinas y el olor a milanga frita poco a poco aromatiza el ambiente porteño. La clientela va copando el lugar de par en par y cuando suena el primer “¿cuál es el plato del día?”, la verdadera reunión familiar empieza. 

Y acá es cuando los bodegones porteños forman lazos familiares que no necesitan ser de sangre para formar un vínculo. Es por eso que aunque el sector gastronómico haya sido uno de los rubros más afectados por la caída del consumo que en abril bajó un 8,4% según el Estimador Mensual de Actividad Económica, al que se le agrega a la baja del 22,1% que había registrado la Confederación Argentina de la Mediana Empresa estos espacios se mantienen más vivos que nunca merced a sus precios módicos, sus porciones abundantes y el clima de camaradería al que pocos se resisten.

La Ciudad de Buenos Aires ha mutado al pasar lo largo de las décadas de una ciudad portuaria exclusivamente, a una metrópoli congestionada de tacheros kamikaze, bondis repletos de gente, y un poco de experimentación europea como por ejemplo el barrio de Palermo que, encerrado entre el glamour barato de las empanadas en frasco y el biri biri, es uno de los distritos gastronómicos más elegidos por los porteños para salir a comer, todavía contiene espacios que mantienen la esencia característica de la ciudad de la furia. 

El Club Eros

El pasillo vacío con piso de baldosas blancas y negras recibe una resolana de luz solar como todas las mañanas desde su inauguración en 1941. Los chicos y chicas de los colegios aledaños como el Nicolás Avellaneda, el Normal 6 y el Gabriela Mistral hacen educación física, y pronto estarán correteando por todas las instalaciones del Club Social, Deportivo y Cultural Eros.

Una puerta de madera vieja esconde el salón principal de un bodegón de lo más porteño que ofrece el barrio de Palermo. El rastro de las marcas de pisadas y rayones en el piso de los miles de tangos interpretados por Osvaldo Pugliese todavía se sienten en el lugar. Allí, Oscar Juárez, dueño de la cantina dentro del club, se encuentra entre el humo y olor a aceite refrito en el que prepara las grandes milanesas que va a entregar dentro de tres horas a los chicos del club que llegan hambrientos después de hacer su actividad. 

Oscar a simple vista, parece un semigigante que guarda el secreto de los bodegones bajo llaves, que en vez de alimentar a un araña gigante, usa la magia para crear un collage de sabores como los del bife porteño, cuya guarnición, son papas fritas enrolladas como víbora a una presa por un hilo de berenjena al escabeche. “Cuando empecé, esto no era lo que es hoy Palermo”, dice,el dueño de la cantina, con un tono de voz que denota una nostalgia de un supuesto pasado mejor.

Los mozos también son parte de la familia Eros. Victor Hugo y Tordo están desde que Oscar se hizo cargo del boliche gastronómico a finales de la década de los 80. Aprendieron a atender a la clientela desde que entraron al club. El sacrificio y el amor con el que hace su comida Oscar Juárez y con el que Victor Hugo y el Tordo atienden a las personas es retribuido por sus clientes, generando así un acuerdo tácito con el comensal, en el que este último sabe que va a tener un producto de calidad frente a sus ojos, con una buena atención que no falla ni invade. “A través del tiempo, del respeto, de brindarle algo más que un plato de comida al cliente hace que confíe en uno, que si no saco un plato es que hubo un problema o hubo un motivo”, dijo el jefe de cocina mientras desgrasa las milanesas. Lo más importante es no fallar a la hora de preparar los platos. La clave está en no escatimar en gastos, a lo que Oscar agrega: “Acá no ponemos dos o tres huevos menos en el preparativo para ahorrar costos. No es ningún secreto, es hacer bien las cosas”. 

Juárez está hace 35 años en la misma cocina con la vocación de su vida. En su andar por el bodegón se encontró cocinándole el clásico bife porteño al Chino Darín. Era sábado. Alrededor de las 22:30 hrs. entra por la puerta el actor y todos están obnubilados por el ingreso del artista. Aunque el lugar estaba lleno, el dueño decide no atrasar nada y así brindar algo de calidad, bien cocido y rico. Siempre respetando los horarios de cierre y con el mismo profesionalismo gastronómico que le caracterizó, él siempre está predispuesto a dar todo para mantener el bodegón vivo: “Te consume la vida, te consume moral y físicamente también”.

El Club Eros resalta entre los demás restaurantes paquetes de la Ciudad de Buenos Aires por tener alimentos frescos, ya sea desde una papa hasta un kilo de carne. Oscar Juárez tiene esto presente siempre que esté cocinando algo: “Yo soy enemigo de trabajar el producto precongelado”. Sin embargo, en un barrio que tiene mucha noche porteña, hace 35 años tiene la misma dedicación como si fuese el primer día. El jefe de cocina de Eros pasó la mayor parte de su vida entregándose a su gente, para que el legado culinario que heredó de sus familiares no muera: “Para mí es una vida”, recuerda. 

La Cantina de los Zorzoli

Limitando el barrio de los pseudo restaurantes gourmet, existe un grupo de amigos que no deja a nadie en banda. A principios de la década del 40 el barrio de Villa Crespo estaba lleno de fábricas, galpones y talleres de compostura de calzado. El arroyo Maldonado bordeaba el barrio habitado principalmente de inmigrantes italianos, judíos, españoles, armenios y arabes. En la calle Gurruchaga, entre Loyola y Aguirre, se encontraba una despensa que todos los días alimentaba a esos obreros que trabajaban en distintas jornadas por la zona. Los dueños de este lugar son los Zorzoli, familia de inmigrantes italianos que preparaban comidas típicas de su herencia cultural mediterránea.

La comida italiana es una debilidad para las familias argentinas. Las pastas son un plato muy requerido en cualquier bodegón de la Ciudad ya que según la Unión de Industriales Fideeros de la República Argentina en nuestro país es donde más se comen, con la cantidad de 24,9 kilos per cápita por año. Para ello, la cantina A los amigos tiene un plato estrella: Los ñoquis caseros preparados con distintas salsas.

Los 29 de cada mes. según la tradición es el día que se comen, pero en la cantina de los Zorzoli sus comensales lo piden todo el tiempo. Los ñoquis adornados con albahaca, tomate y longaniza perfuman el salón cuando llegan a las mesas. Esto recuerda a escenas de las películas de Martín Scorsese, donde en las reuniones de las familias italianas estaban comiendo pastas a la vez que arreglaban sus negocios no tan legales.

Los clientes acomodan su servilleta en el frente de su camisa. El vapor perfumado que sale del plato no empaña las ganas de comer que genera ese banquete con los colores rojo, blanco y verde. La longaniza cortada en trozos pequeños es la compañera del pan que pasa de mano en mano en los integrantes de esa larga mesa familiar. El queso rallado se convierte en lluvia torrencial de color amarillo palido que cae sobre los ñoquis. Estos tienen forma de un dedal que utilizan las costureras y se saborean en forma lenta para que perdure en el paladar más tiempo.

La receta es una mezcla que preparaba la madre de Hugo para los obreros que trabajaban en la zona. Ellos le pedían que tuviera un componente con mucho sabor como la longaniza para poder transitar la extensa jornada laboral.  

Por su parte Hugo, el dueño de A los amigos, es el nieto de sus fundadores. “Mi abuela y mi vieja se mataban cocinando todos los días, era mucho trabajo pero estaban enamoradas de lo que hacían”. La cantina siempre fue un negocio familiar. La clientela acompañó a las distintas generaciones. Los platos abundantes hipnotizan las miradas de los comensales. Los fideos con tuco son otra de las obras culinarias más pedidas por ellos. Están hechos a mano con impronta siciliana.

El piso de la cantina es un conjunto de celdas interconectadas donde los mozos, ubicados estratégicamente, van y vienen entre las mesas dispuestas en hileras. Ellos son parte de la familia. Trabajan desde hace más de cuarenta años. Hugo cuenta que son diez personas que lo acompañan, entre ellos su hijo Huguito, sobrinos y hermanos. 

Todas las noches, las mesas cubiertas por manteles de papel son ocupadas. A uno de los mozos lo apodan El Narigón. Es flaco, alto, pelo engominado y burrero incondicional. A veces pide salir más temprano porque “tiene una fija” en el Hipódromo de Palermo. Atiende en forma veloz y cuando el cliente tarda leyendo la carta, él recomienda y sale disparado hacia la cocina.  

El Hipódromo de Palermo es parte de la vida de los porteños. Fue fundado en 1876. En la década del 50 pasó a denominarse Hipódromo Argentino de Palermo, en ese mismo momento se introducen por primera vez las jocketas, es decir, jinetes femeninos Los jockeys que han pasado por la historia son Domingo Torterolo, Máximo Acosta e Irineo Leguisamo muy amigo de Carlos Gardel. 

El Narigon es habitué de los grandes premios. Habla en la cantina de las carreras con los clientes y defiende a sus caballos preferidos. “Los domingos al mediodía vienen grupos de amigos y después se van al Hipódromo, esas mesas siempre las atiende el narigón”, cuenta Hugo. Los sábados y domingos al mediodía cambia el tipo de comensales que concurren por empleados de los locales de venta de ropa que están en la zona. Huguito, uno de los más jóvenes de la familia explica: “A los mozos les gusta trabajar con clientes de toda la vida, es una comunidad, la gente de paso es diferente y es mucho más exigente”. 

Esa comunidad está compuesta por abuelos, hijos y nietos que tienen la costumbre de reunirse a comer para disfrutar de los sabores que les hace recordar a su familia. El aroma que sale de la cocina invita a probar los distintos platos. La mayoría de estos se comparten. Una bandeja con pollo a la provenzal es llevada por Beto, el otro mozo que atiende en el local. La mesa es larga, integrada por una familia numerosa. Los ojos de todos hacen foco en esa bandeja. Las caras lo dicen todo, se viene el momento de poder disfrutar algo sabroso. El pollo se reparte y dura segundos en los platos. Esperan la segunda ronda cuando Beto los carga y exclama: “¡Parecen que vinieron las pirañas!”. Las risas no tardan en llegar al salón.

Pasó el tiempo, las crisis, conflictos sociales y la cantina A los amigos sobrevive. En la actualidad, donde las redes sociales predominan en la sociedad, la cantina mantiene su clientela con una de las prácticas analógicas más antiguas, la del boca en boca. Sus paredes están decoradas por camisetas de equipos de fútbol y algunas cuelgan sobre una soga que atraviesa todo el recinto. Los afiches de combates de boxeo, fotos de cantantes de tango, imágenes de Perón, Evita y Maradona, de carreras de caballos y distintas personalidades de la farándula también colorean el alma tradicional de esta esquina porteña.

El Chiri

En el mismo barrio que la cantina italiana, un cartel luminoso rojo que destella por la oscuridad de la noche porteña es la carta de presentación del Chiri de Kreplaj junto con su dueño Juan Pablo Gorbán. Unas reposeras parecen ser el último muro antes de cruzar el puente hacia la comida más tradicional judía. Al entrar, la cebolla, el perejil, el ajo y distintas pimientas perfuman el ambiente. Las mesas decoradas con mantel de flores, están rodeadas de paredes en las que podemos encontrar fotos de la bobe, la abuela de Juan Pablo cuando era chiquita. El baño comunitario es de lo más particular, no tiene distinción de género, tiene un solo inodoro, un solo lavamanos y una puerta decorada con un cartel único en su especie: BAÑE.

Al ritmo del klezmer, una música instrumental judía, una pareja pregunta por el plato principal. La respuesta de la camarera fue contundente: “Sandwich de pastrón”. Es una pieza de carne vacuna salada y especiada, prensada, curada y ahumada. Si se lo intenta cortar, se puede ver las hebras convertidas en hilos que carecen de uniformidad donde cada fibra es única, pero juntas componen una obra de arte. El nombre viene del rumano pastramá, que significa conservar alimento. El Chiri lo sirve con pletzalej que son unos pancitos tipo figazas que llevan cebollitas y semillas de amapola, pepinos y mostaza amarilla.

Lo del Chiri estaba completo. Desde amigos que recorrieron Colombia a dedo, un padre reencontrándose con su hija docente, hasta la clientela de todos los días que aparece para la hora del té. Cerca de la entrada, el mismo Juan Pablo se camuflaba con una pareja de jóvenes que pedía una mesa para dos, mientras chequeaba los papeles y facturas del lugar. En la cocina, el movimiento era constante, todo salía rápido y sin pausas. Esta esquina de Villa Crespo parecía una gran reunión familiar donde no se calla nadie. Esas que pasan una vez al año y todos hablan de cualquier cosa menos de que tan rica es la comida.

Los tiempos cambian, pero en estos lugares de culto a la comida, se da una resistencia natural contra el individualismo. Surge sola en forma comunitaria, no tiene un líder, sino que todos la conforman espontáneamente como lo son y fueron los Kibutz para la conformación del Estado de Israel. Sólo se identifica como una comunidad que desea disfrutar de un momento en compañía de amigos, familiares o de charlar con la mesa más cercana. Los argentinos tienen dentro de sus tradiciones el asado, el mate, el dulce de leche y como no, el pastrón y la pasta.

La palabra compartir hoy en día suena extraña en la sociedad. Los datos no mienten. Desde abril del 2020, los precios de los restaurantes subieron 1.982% y los salarios solo un 1338% según la evolución de la Remuneración Imponible Promedio de los Trabajadores Estables (Ripte) número más alto que la media general que comprende a los ocupados en la informalidad. Con esto en cuenta el encuentro de salir a comer afuera cada vez es más difícil a la vez que también se suma la incertidumbre del sostenimiento del modelo bodegonero el cual termina siendo una batalla diaria en contra de los cierres y los despidos. 

Ante esto Beto, Hugo, Huguito, Oscar, El Narigón Burrero, Juan Pablo son algunos de los participantes de este universo que le escapa a la corriente neo-vogue que adoptó la Ciudad de Buenos Aires. Donde se prioriza el encuentro cara a cara, la comida casera, anécdotas bizarras que no se podrían contar en otro contexto y que en épocas de inteligencias artificiales, redes sociales, ludopatía infantil y contenido efímero sin calidad, la cultura bodegonera sale a relucir para recordar las tradiciones porteñas. En donde como dice Matias Pierrad, creador del blog de reseñas gastronómicas, Antigourmet, “la comida termina siendo una excusa”, para el reencuentro entre pares y de relaciones humanas donde una milanesa a caballo, unos ñoquis con estofado o una carta sin diseño son una puerta de entrada a una familia que sin la necesidad de ser de sangre, te abraza, te mima y te alimenta con lo mejor que tienen para dar: su amor. 

— ¡Cerráme la siete, dos completas con fritas y un pingüino para la ocho!


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