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Los trabajadores de la salud recuerdan cómo fue la noche de la tragedia en las guardias


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 “Fue como el Big Bang, cuando pasan estas cosas es siempre caótico, no hay manera que sea ordenado”, dice uno de los médicos que durante la madrugada atendió a las víctimas del incendio del boliche de Once. Otro la recuerda como “la peor guardia” de su vida.


Como una bomba cuya onda expansiva se dispersa a su alrededor, el caos del incendio en República Cromañón se trasladó hacia los hospitales más cercanos que atendieron a las víctimas. Tomar dimensión de aquel hecho aún es difícil, pero con la ayuda de algunos de los protagonistas, como los médicos y enfermeros que corrieron aquella madrugada, se puede evocar la dimensión de aquella tragedia.

Uno de los protagonistas de la atención a las víctimas fue Jorge Domínguez, un psicólogo que aquella noche cumplía su guardia habitual en el Hospital General de Agudos José María Penna. En el horario de lo que sería la última cena del año y que fue interrumpida por sirenas de ambulancias que provenían de un incendio alertados por la radio del Same. 

“LA PEOR GUARDIA”

“Fue la peor guardia de mi vida que hace más de treinta años que estoy en un hospital público y de urgencias. Lamentablemente creo que no había en esos momentos un entrenamiento para recibir semejante demanda. Pero esto no quiere decir que casi todos los profesionales de todo el hospital, sin importar la especialidad, estuvimos integrados trabajando con las limitaciones edilicias que este hospital cuenta”, rememora.

A medida que llegaban más ambulancias, los profesionales de la salud se iban anoticiando de que la situación no era normal y se fueron organizando de distinta maneras, por grupos. Domínguez recuerda que él y un neurocirujano se dirigieron hacia el estacionamiento, porque aparte de las ambulancias llegaban camionetas particulares cargadas de pibes, que los dejaban en el estacionamiento ya que no había espacio físico dentro del hospital.

“Los pibes tenían frío, tenían problemas respiratorios, no se sabía muy bien cuál era la problemática que había estado en juego. Lo que sí se percibía era que tenían problemas respiratorios”, cuenta a ETER Digital. “Si tenían dificultades tratábamos de trasladarlos a la parte más central del hospital para que recibieran asistencia respiratoria. Fue todo un tema porque todos necesitaban oxígeno. En veinte minutos habrán llegado entre 180 a 200 pacientes. Fue algo abrumador”, aseguró.

Inmediatamente la situación se agravó, “hubo también como una inundación: empezaron a caer familiares buscando a sus hijos, cuando todavía no habían sido atendidos ni registrados con los nombres correspondientes”, continuó.

Domínguez recuerda particularmente un hecho que lo involucró como profesional de la salud mental. “Ocurrió en el hall central. Se fueron depositando los cuerpos. Con unas frazadas se fueron tapando los chicos fallecidos. La policía había puesto un biombo para que los familiares no vieran ni invadieran el espacio, y ahí mi función fue acompañar a cada persona que estaba buscando a su hijo, a ver si era su hijo el que estaba abajo de la mantita”, evocó con pena. 

PONERSE EN LUGAR DEL OTRO

Otro caso, pero en otro espacio físico, fue lo que vivió Marcela Copa, licenciada en enfermería y con 23 años de profesión en el hospital Ramos Mejía. Oriunda de la localidad bonaerense de Laferrere, había ingresado a trabajar por primera vez el 20 de septiembre de 2004, tres meses antes de la tragedia. Aquel de 2004 era su primer fin de año fuera de su casa. El 31 a la mañana tomó conocimiento, a través de los medios, de lo que estaba ocurriendo. Su guardia sería a la noche y el plan era que su esposo, junto a su hija de 3 años, pasaran la noche por el hospital para brindar. 

“Sinceramente yo lo notaba como que era ajeno, que no iba a presenciar nada de lo que los medios de comunicación me mostraban, pero me encontré con otra realidad”, reconoció.

En la guardia se vivía un caos difícil de controlar debido a que llegaban los familiares buscando a sus hijos. Marcela, junto a los pocos policías presentes trataban de contener a la gente ya que no tenían la posibilidad de dar una información precisa.

-¿Qué fue lo primero que hiciste cuando tomaste tu turno?

-Mi compañera estaba enojada diciéndole a una mamá que por favor espere, Pero esa mamá le decía que no iba a esperar porque este era el único lugar que le quedaba por recorrer. “Mi hijo tiene que estar acá”, le dijo la señora. Entonces, me acerqué y le dije que me aguarde, que cuando me pasaran  la guardia yo la dejaría ingresar. Ni bien tuve el listado, dejé que pase y que revise. Ella vio cama por cama hasta la última y al final se desvaneció. La asistieron. No encontró a su hijo, pero dijo que si él no estaba ahí debía empezar a buscarlo en la morgue. Eso te llega, como mamá te llega muy internamente. 

Esa situación comenzó a reiterarse porque no se contaba con una lista ordenada, la confusión era generalizada. “Recién a la madrugada se empezaron a enterar los familiares, porque no nos dieron las listas con los nombres de los hospitales donde estaban, ese fue el error. No estábamos organizados para catástrofes. Toda la ciudad, todo el sistema”, recordó Marcela. 

Con lágrimas en los ojos Marcela confiesa que hay cosas que recuerda y otras que no quiere recordar. “El aluvión de los familiares era otra escena, otro tipo de dolor porque te mimetizás un poquito como padre, como madre. Me pudo haber tocado. Entonces dejás que pase el familiar. “Pase y fíjese.” Me daban los nombres y yo miraba en mi registros y ese nombre no estaba, entonces a mí no me daba decirle no está”, relató la enfermera.  

-¿Hubo algo bueno para recordar?

-Agradable fue a medida que se iban despejando las salas, que se iban de alta. El día que nos emocionamos fue cuando despedimos al último paciente después de casi cinco meses. Lo despedimos junto con un montón de chicos que también habían estado internados.

EL APRENDIZAJE DEL CAOS

Otra voz autorizada por su amplio currículum y su experiencia es la de Carlos Dante Russo, quien esa noche fue coordinador médico del SAME y sobre cuyas espaldas pesan las vivencias del atentado de la Embajada de Israel en 1992 y el atentado a la AMIA en 1994.

Al llegar a Cromañón se encontró con una escena totalmente caótica ya empezada. “Había obviamente cadáveres en el sitio, había desorganización, habían familiares buscando a sus familiares”, contó.

“El lugar del hecho en sí era un lío, pero coordinar todo eso, con un montón de víctimas que fueron a diferentes lugares, que se llevaron a diferentes sitios. Esa fue una de las cosas más jorobadas porque no había identidad en muchos chicos, y muchos familiares tuvieron que recorrer hospitales. Realmente es una cosa horrible”, lamentó el emergentólogo.

-¿Hoy estamos preparados para otra situación de este tipo?

-Estamos mejor. En realidad para estas cosas te lo voy a comparar con el Big Bang: cuando pasan estas cosas es siempre caótico, no hay manera de que sea ordenado, no. Se armonizó después.

Según Russo, “de la AMIA aprendimos a mejorar un poco la evacuación de la escena, a tratar de limpiar lo más rápido posible; y de Cromañón lo que se aprendió fue a valorizar la identificación para que el familiar no pase ese espanto de buscar a las víctimas una semana o diez días después”.

“Se armó un circuito que se llamó ‘el equipo de comunicación unificada de emergencia’ (ECUES). Ese equipo daba la información formado por médicos, psicólogos, administrativos que eran los que juntaban la data precisa para la identificación, casi inmediata”, explicó y aclaró que “esa información era para la gente, no para la prensa, porque es horrible que alguien se entere que se le murió un familiar por la radio, es espantoso”.

-¿A qué distancia quedó Cromañón, 20 años después?

-Como dice la canción de Joan Manuel Serrat: “Y uno se cree que la mató el tiempo y la ausencia”. Con mis hijos comencé a ver la serie y no la puedo terminar de ver.


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